martes, 27 de diciembre de 2011

Árbol santo




Hará un par de días un amigo me contó una pequeña historia sin darle más importancia, cruzábamos de acera entre la niebla nocturna que, arropándonos, nos enfría y me comentaba su vida infantil, lo dura que fue entre vareo de aceituna, jornales de Andalucía y madrugadas. Hará ya un par de años, que en el cruce de confianza y cervezas ya lo hizo, y lo repite cuando nos encontramos los sábados ente cascos de espuma y oro. Me gusta oírle la misma historia, o parecida; el reproche perdonado a sus padres por quitarlo de la escuela con apenas once años, el trabajo entre la escarcha y la luna, el dolor de manos y de agua... y que solo apagaba con vendas de borrachera y putas. Ahora todo es muy distinto, un bmw azul en el garaje, una moto para la ciudad, una bicicleta para los fines de semana, familia y besos, le han cambiado por completo la vida. Empezó trabajando de albañil, formó una pequeña empresa sin avaricias y disfruta de los beneficios y del esfuerzo, ahora con más calma, pero sin desesperación. Su historia infantil le dejó cicatrices, se remanga para enseñármelas cuando nadie nos ve, no puede olvidarlas. Tal vez aún le ensangrienten alguna camiseta de marca.
De este último sábado no me sorprendía el guión, él sabe que reconozco su historia, pero es inevitable que él hable y yo escuche, al final siempre me da un abrazo, creo que más en reconocimiento de la paciencia que de la amistad - que también -.
El caso es que recordando sus tiempos de aceituna, en una casa grande que tiene en su pueblo de Jaén, me contaba que estando su tía Anabel muy enferma, se fue a casa de sus padres para que la cuidaran,  y se instaló en el dormitorio de mi amigo Isi porque entraba más luz y desde la cama se podía ver un árbol santo y su fruto dorado de invierno. Una noche, en la que sentado sobre el larguero de su cama hablaba con ella le dijo, mira Quiterio - así le apodan en el pueblo, creo que por el parecido a algún bandolero  famoso del lugar  - me encuentro muy mal, llévame a otra habitación.
Mi amigo se extrañó de la petición, - ¿por qué tía?, está usted en la mejor de las camas.
Pero ella insistió, entre suspiros de agonía una y otra vez hasta que  Isi, qué es un hombre fuerte, la cogió entre sus brazos y cruzando el pasillo la pasó a otra . Nada más caer entre las sábanas frías murió.
 - No se quiso morir en mi cama para que no tuviera pesadillas por la noche, veía que la muerte la esperaba en el pasillo - me dijo Isi sin lágrimas en los ojos, pero con cariño.

Al terminar las últimas cervezas nos despedimos con un abrazo.

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