lunes, 24 de octubre de 2011

Duero



Es fácil pasear entre el crujido amarillo del otoño y el Duero, las hojas acorazonadas de los álamos titilan como estrellas pecioladas - como atrapasueños - entre las ramas más altas; el sol cansado alumbra los últimos colores  ocres sobre el río y  los erizos castaños siembran el suelo del soto.
Miro a los lados, atrás y al cielo, para fijar mi presencia herrumbrosa en este paraje; medito sobre este mundo mítico, húmedo, limpio, buscado por las coordenadas del gps; tal vez, al caminar por los derrumbaderos encuentre el hueco para vivir que deja la naturaleza entre  las bayas venenosas y el ansia trenzada.
 Y sigo … piñas negras anidan en los primeros revuelos de los pájaros, los troncos grisean por los líquenes velludos que los abrigan y la corriente fría del agua se pavimenta con hojas marchitas de fuego. Una vela se va apagando, el sol es la llama, el río el pábilo, la tarde la cera azul  que se derrama.
La mano derecha queda suelta, sometiéndose a ella misma, los dedos se contraen calentando la sangre musculosa, buscando una ausencia que reconoce constante.
Atardece en la ermita de San Saturio y los colores del otoño remontan la sequedad de octubre.

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