Esa misma noche al llegar a mi casa me senté delante del televisor sin voz y comencé la lectura, todo lo que leía me parecía tierno, simétrico y profundo. Me puse un vaso de vino tinto frío - en recuerdo a mi padre - y continué la lectura hasta que cesó la lluvia con el último verso.
Los ojos enrojecieron del entusiasmo y de las penas compartidas. Me olvidé del tiempo y de la cena, nadie me acompañaba esa noche para recordármelo, amanecía sin rima y debía ir a trabajar. Una ducha fría y un café cortado con dos puntos de sacarina. Un último vistazo al libro. La mañana era fría, volvía a llover. Como salí con tiempo suficiente para llegar al Ayuntamiento, opté por una ruta de calle con árboles deshojados y gatos.
La mañana fue larga, la pasé entre bostezos y deseos de releer.
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